Sunday, April 03, 2005

Dígame, doctor

Dígame, doctor

No es muy extensa la contribución que ha hecho el idioma japonés a otros lenguajes. Pequeña pero con peso específico. Tsunami, por ejemplo, ya le dio la vuelta al mundo y aunque todos hubiesemos preferido que se quedara como nombre de un modelo de carro (Toyota ya descartó tal idea), tiene toda la cara de que quedará como símbolo de terrror y destrucción. Pero no solo pasan las palabras difíciles: pasan también las bonitas, como geisha; las desabridas, como tofu; las difíciles, como origami; las punzantes, como shiatsu; las coloradas como seppuku (hara-kiri pa’los panas). De la misma manera, el idioma japonés se ha nutrido de otras lenguas y, gracias a ello, aquí se le dice al pan, pan y al vino, “uain”.

Aunque tengo la casi completa certeza de que puedo equivocarme, seguramente que el idioma venezolano, esa bella versión del castellano que se baña y purifica en las orillas de los ríos Motatán y Momboy, también ha dejado una huella indeleble en la linguística universal que justo en estos momentos está siendo objeto de estudio por parte de algún chimbombo pero despierto tesista del departamento de lingüística de la universidad más defrost del planeta. Nuestro tesista se ha propuesto descubrir ¿Cuál es la palabra, de aparente facilidad y engañosa simpleza que se ha convertido en el primer vocablo de re-exportación criolla hacia el mundo? ¿La palabra que sólo los venezolanos más autóctonos somos capaces de pronunciar sin pestañear, sin que nos tiemble el pulso ni nos vacile la voz? ¡Epale, doctor!

Precisamente. La palabra doctor tiene muchos significados en castellano, siendo los más comunes: (1) un profesional de la medicina o (2) una persona que ha obtenido el más alto grado académico que otorga la universidad. A menos que usted esté en la patria del Dr. José Gregorio Hernández y el Bachiller Rangel. Tomemos, por ejemplo, a la señora Jennifer McCoy, cuyo curriculum dice claramente “la doctora McCoy recibió su PhD en Ciencias Políticas de la Universidad de Minnesota en 1985” Hoy en día, cuando todavía Paulina Gamus debe hablar de la Doctora Ibañez, Cecilia Sosa del Doctor Lusinchi, Pedro el corto es el Doctor Carmona te amamos y los internacionalistas de la escuela Pavlov le celebran a la Doctora Carolina Barco cualquier pistolada, Jennifer no pasa de ser Mrs. McCoy para unos, señora McCoy para otros, y Mistress McCoy o la McCoy, para los más agudos. Ya desde el principio de los tiempos la intelectualidad venezolana, tan avispada ella, había descubierto la verdadera naturaleza de Jenny y se había negado a darle el único título con el que se denota la superioridad del nombrado en la tierra de Bello: doctor honoris mi causa.

Si la doctora McCoy hubiese bailado a otro son, otro cisne (¿negro?) cantaría, pero quizás esté dándole gracias al cielo por haberla salvado del “Dra. Jenifercita treatment” con el que igualamos por arriba porque nosotros somos demasiado alcamoneros como para aceptar que generalmente es más racional e inteligente igualar por abajo. Dicen que la vieron feliz por no haber pasado la prueba Ariel del doctorado en blanco pero que tiembla cuando oye tararear:

Jenny, quisiera hablar contigo,

pero no como amigo... quisiera hablar de amoooor.

Jenny, mira lo que ha pasado…

M.C.Valecillos

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